Oh, arder en el amor de la tierra y de sus criaturas, de su criatura,
arder en la nostalgia de la total relación,
ser atentos, completamente atentos,
a los cuidados cambiantes y a veces paradojales del amor,
en la llama decisiva quemarse si ella estalla,
y pasar también, por fin, al aire de los paisajes y las almas,
como un fuego sutil que abra siempre para los desconocidos
que miren temblar las hierbas o se encuentren frente a su destino,
el cielo, el cielo puro y misterioso del canto...
Juan L. Ortiz
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