Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído
para que no te quedes allí, del otro lado
Madre: tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Madre, madre, ¿quién separa tu sangre de la mía?,
¿qué es eso que se rompe como una cuerda tensa golpeando las entrañas?
¿Quién me oirá si no me oyes?
Entonces, ¿dónde estás?, ¿quién te impide venir?
Yo sé que si pudieras acariciarías mi cabeza de huérfana
Y aunque cumplas la terrible condena de no poder estar cuando te llamo,
sin duda en algún lado organizas de nuevo la familia,
o me ordenas las sombras,
o cortas esos ramos de escarcha que bordan tu regazo para dejarlos a mi lado cualquier día,
o tratas de coser con un hilo infinito la gran lastimadura de mi corazón.
Olga Orozco, Eclipses y Fulgores (1998)
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