domingo, 17 de junio de 2018


Todo se está tensando sobre su eje,
el denso mundo tira en direcciones imprevistas.
Los retoños de los árboles se cimbran con el viento,
sacuden las raíces,
y luego vuelven a agacharse.
Los racimos de bayas y los limones cuelgan
firmes y jóvenes, y aprenden 
a convertirse en una carga, manchados por el agua
que hace que también
aprendan a cargar
la extrañeza de hallarse suspendidos,
de llevar algo más que sus pequeños cuerpos 
en el aire.
Todo se extiende, todo
soporta un peso. Los tallos de los tomates
sucumben ante el aspersor,
derribados por lo que los mantiene vivos.
Tu propia espalda, que no podés ver,
como el árbol no ve sus propias raíces,
se cansa de la gravedad,
la misma que tolera los tendones
y deja que se asienten en la silla,
la segunda columna vertebral que le enseña sus fines.
Todo desea, todo se coloca 
en posición de recibir.
En el jardín, se forman las hormigas
en el borde de un plato hondo, para beber
son bien visibles, pero tan pequeñas que nunca nos ponemos 
a buscarlas, y menos imaginar que puedan tener sed;
y todavía menos que puedan saciarse.
Nada se sacia. Todo espera,
algunas cosas más pacientemente 
que otras. En la calle, por ejemplo,
en el puesto de frutas que está abierto hasta tarde
los melones están llenos como lunas,
las uvas resplandecen, las naranjas
como si las hubieran detenido en su órbita,
siguen muy vivas, con los foquitos 
que las alumbran desde atrás,
mientras la oscuridad se cierne afuera.
Ellas tienen sus hábitos.
No son como las flores, que se cierran con el sol;
se aferran cada una a su color como si contuvieran el aliento.
Todas las cosas temen. Todo elige
guarda, excluye, se aleja 
del centro derretido.

Robin Myers

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