lunes, 13 de marzo de 2017


LA SINCERIDAD 

No acaba la humanidad de ser libre. Ha tenido amos durante tantos siglos, que aún necesita el amo. Derribados los espesos muros de su prisión, todavía la aprisiona el recuerdo. Todavía la impiden caminar los grillos ausentes. El aire puro la ahoga. El infinito azul la desvanece. La libertad es también un yugo para ella. Llevamos en el alma la marca ardiente de la esclavitud: el miedo.

Nerón encontraría hoy un trono, y Atila un caballo, porque los hombres tienen miedo y reconocerían enseguida el familiar chasquido del látigo. A falta del déspota histórico, soportan un enjambre de tiranuelos que no les dejan perder la costumbre: galones y espuelas, cacicatos políticos, espionaje, capital y usura. El pensamiento teme, la lengua calla, y la sinceridad, como en tiempo de Calígula y de Torquemada, es siempre un heroísmo.

La libertad está escrita; yo no la he visto practicada. Inglaterra es una corte pudibunda; Alemania, un cuartel; España, un convento. No hay pueblos civilizados; hay hombres civilizados. No he visto pueblos libres, he visto hombres libres. Y esos pocos hombres, pensadores, artistas, sabios, no tienen nada de común con los demás. Se les pasea como a bichos raros. Lo han hecho todo sobre la tierra, pero no es probable que lleguen al poder público. Por eso no se les persigue con la crueldad de otras épocas. Son los asombradores del porvenir. Se les mira como a monstruos. Es que pensar, decir, hacer algo nuevo es todavía una monstruosidad.

El miedo es lo normal. Su hábito es la hipocresía, su procedimiento, la rutina. Los que no son estúpidos simulan la estupidez. Hay que imitar a los demás, hay que ser como todo el mundo, como nuestros padres, como nuestros abuelos. Nuestro mayor orgullo es que nuestros hijos sean copia nuestra, y comprobar que la sociedad no ha dado un paso. Ocultemos la vida interior, las ideas, chispas que saltan de la fragua, las pasiones fecundas. Son la desgracia, el pecado. Escondámonos detrás de nosotros mismos, y aguardemos la muerte sin hacer nada.

Se explica la hipocresía del criminal. Comprendo sobre todo la hipocresía necesaria al débil. El débil no puede ser sincero. La sinceridad atrae el rencor, el rencor general provoca lo imprevisto. Sólo el fuerte resiste y ama lo imprevisto. La salvación del débil está en no distinguirse. También el insecto reproduce los matices del árbol que habita, y la víbora, por escapar del águila, se confunde con las ramas muertas.

Lo aborrecible es la hipocresía inútil, universal, que asfixia en germen la originalidad redentora y nos hace lacayos los unos de los otros. La ley de los carneros de Dindenault es la suprema ley. Nuestra existencia es un tejido de absurdos y de cobardías. El traje, la casa, el lenguaje, el ademán; el modo de entender la amistad, el amor y las demás relaciones sociales; las nociones de respeto, honor, patriotismo, derecho, deber; lo que, en una palabra, constituye el ambiente humano, está repleto de contradicciones humillantes, pintarrajeado con los grotescos residuos de un pasado semisalvaje, mutilado en fin de todo lo que signifique unidad y armonía. Cuando el conjunto de las cosas estaba orientado alrededor de un dios o de un príncipe, el espectáculo de la humanidad no era tan desagradable. Hemos suprimido ese foco ideal y hemos obtenido la democracia moderna, caso incomprensible del cual no saldremos mientras no nos decidamos todos a mirar la realidad cara a cara, a ser sinceros y a despreciar la hipocresía.

La mayoría inmensa de los hombres es incapaz de crear una idea, un gesto. Darán la carne de la generación próxima y nada más. A fuerza de acallar su pensamiento lo han enmudecido para siempre; a fuerza de amordazarlo le han estrangulado. Su hipocresía ingénita ha dejado de serlo. De tanto llevar la máscara se han convertido en máscaras inertes, que no encubren sino el vacío. Son los sepulcros blanqueados de Cristo. Parecen vivos, y están difuntos.

Pero en muchos de nosotros se despiertan vibraciones nuevas, se levantan conceptos nuevos del destino y de la voluntad. En muchos de nosotros la razón habla, y no la escuchamos; embriones sagrados se mueven confusamente en nuestro espíritu, y los hacemos morir. Matamos lo que no ha nacido aún: tenemos miedo. Esperamos a que lo nuevo, es decir lo verdadero, lo hermoso, venga de otros. Otros, sí, bohemios melenudos, chiflados, vacilantes, hambre, fiebre. ¡Cómo nos hemos ingeniado en martirizar la dolorosa juventud de los mesías! ¡Cuántas veces les hemos clavado las manos y los pies, y nos hemos reído de su facha lamentable! Por fin se ha descubierto que el talento es una enfermedad, y el genio una locura. Arrastramos la librea burlándonos de los enfermos y de los locos que traen la aurora. Sin valor para libramos ni del oprobio de una vestimenta inexplicable, aguardamos a que cambien la moda los cómicos y las prostitutas.

Nos educamos en el disimulo y en la avaricia. Jamás nos ponen de adolescentes frente a la verdad para decimos «mírala, grítala». No; hay que callar o repetir. Hay que absorber la energía ajena, y petrificarla en nuestro egoísmo. Es preciso que con nosotros sucumba todo lo que vive dentro de nosotros; que con nuestra vida concluyan las futuras probabilidades de una vida superior.

Seamos sinceros. Bella es la máxima de amar al prójimo, y más bella la de amar al prójimo que no vemos, al que vendría mañana. Abriendo nuestra conciencia y al viento y a la luz mientras respiremos, quedarán en el mundo, como prolongación de nuestro ser, formas duraderas o efímeras, nobles o humildes, avasalladoras o débiles, pero formas nuevas, formas vivas que se unirán a otras para engendrar una molécula de armonía, formas esencialmente nuestras, y única justificación, único objeto de nuestra existencia breve.

Seamos sinceros. Libertemos cada día nuestra ingenuidad. Lancemos la semilla al surco desconocido. Suframos, ¿quién ha dicho que la vida es placer? Entreguémonos, ¿qué deseamos conservar, si no logramos conservar nuestros huesos? Entreguémonos. Es el mejor medio de perdurar.

Rafael Barrett

Publicado en "La Tarde", 7 de febrero de 1905.

Se llama poesía todo aquello que cierra la puerta a los imbéciles

La poesía tiene una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles, abierta de par en par para los inocentes. No es una puerta cerrada con llave o con cerrojo, pero su estructura es tal que, por más esfuerzos que hagan los imbéciles, no pueden abrirla, mientras cede a la sola presencia de los inocentes. Nada hay más opuesto a la imbecilidad que la inocencia. La característica del imbécil es su aspiración sistemática de cierto orden de poder. El inocente, en cambio, se niega a ejercer el poder porque los tiene todos.
Por supuesto, es el pueblo el poseedor potencial de la suprema actitud poética: la inocencia. Y en el pueblo, aquellos que sienten la coerción del poder como un dolor. El inocente, conscientemente o no, se mueve en un mundo de valores (el amor, en primer término), el imbécil se mueve en un mundo en el cual el único valor está dado por el ejercicio del poder.
Los imbéciles buscan el poder en cualquier forma de autoridad: el dinero en primer término, y toda la estructura del estado, desde el poder de los gobernantes hasta el microscópico, pero corrosivo y siniestro poder de los burócratas, desde el poder de la iglesia hasta el poder del periodismo, desde el poder de los banqueros hasta el poder que dan las leyes. Toda esa suma de poder está organizada contra la poesía.
Como la poesía significa libertad, significa afirmación del hombre auténtico, del hombre que intenta realizarse, indudablemente tiene cierto prestigio ante los imbéciles. Es ese mundo falsificado y artificial que ellos construyen, los imbéciles necesitan artículos de lujo: cortinados, bibelots, joyería, y algo así como la poesía. En esa poesía que ellos usan, la palabra y la imagen se convierten en elementos decorativos, y de ese modo se destruye su poder de incandescencia. Así se crea la llamada "poesía oficial", poesía de lentejuelas, poesía que suena a hueco.
La poesía no es más que esa violenta necesidad de afirmar su ser que impulsa al hombre. Se opone a la voluntad de no ser que guía a las multitudes domesticadas, y se opone a la voluntad de ser en los otros que se manifiesta en quienes ejercen el poder.
Los imbéciles viven en un mundo artificial y falso: basados en el poder que se puede ejercer sobre otros, niegan la rotunda realidad de lo humano, a la que sustituyen por esquemas huecos. El mundo del poder es un mundo vacío de sentido, fuera de la realidad. El poeta busca en la palabra no un modo de expresarse sino un modo de participar en la realidad misma. Recurre a la palabra, pero busca en ella su valor originario, la magia del momento de la creación del verbo, momento en que no era un signo, sino parte de la realidad misma. El poeta mediante el verbo no expresa la realidad sino participa de ella misma.
La puerta de la poesía no tiene llave ni cerrojo: se defiende por su calidad de incandescencia. Sólo los inocentes, que tiene el hábito del fuego purificador, que tienen dedos ardientes, pueden abrir esa puerta y por ella penetran en la realidad.
La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea sólo habitable para los imbéciles.

Por Aldo Pellegrini

Publicado en Poesía = Poesía Nº 9 Agosto de 1961, Buenos Aires

miércoles, 8 de marzo de 2017


Sembrar semillas,
sembrar semillas,
de mil semillas crecerán diez árboles,
y vendrán los pájaros y la lluvia;
los pájaros traerán los trinos,
la lluvia brotará las semillas dormidas,
los trinos tejerán la música,
los brotes exultantes servirán el pan;
la música formará los himnos;
el pan alimentará ideas;
los himnos reunirán las columnas;
las ideas organizarán la rebeldía;
las columnas serán imparables;
la rebeldía creará la aurora sin ocaso.
Las columnas no llegarán nunca
pero siempre estarán en camino:
con la semilla, los árboles, los pájaros, los brotes, los trinos, el pan,
la música, las ideas, los himnos, las nuevas columnas, la rebeldía,
las auroras sin ocaso en el camino sin fin, que es llegar al paraíso.

Osvaldo Bayer

Extraído del libro: "Imágenes que hablan" - Homenaje a las Madres
de Plaza de Mayo