lunes, 18 de junio de 2018


El pueblo se llamaba…Chato y polvoriento, recostado frente al mar, era una cinta de arena y piedra oscura.
Sus habitantes echaron a rodar esa mañana de primavera como una moneda más, sin notar en ella nada diferente.
Al mediodía, la gente se arremolinó en el mercado del puerto, como tantas otras veces.
Aquello sucedió por la tarde. El silbato de un tren pasando a lo lejos fue el sonido que señaló el principio. Justo en ese momento, los pescadores quedaron con las bocas abiertas, mientras cantaban recogiendo sus redes. Y de sus bocas ya no salió ninguna palabra. Lo mismo les sucedió a los vendedores del mercado…
A las mujeres en sus cocinas…
A los viejos en sus sillas…
A los estudiantes en sus aulas…
A los más chicos en sus juegos…
Por más que intentaron, ninguno pudo decir ni siquiera una sílaba. Las caras se esforzaron, sorprendidas, una y otra vez. Fue inútil.
El silencio fue un poncho abierto oscureciendo al pueblo ¿qué pasaba?
De pronto, vieron cómo cinco, diez, cuarenta, cien, dos mil palabras saltaban al aire desde sus bocas silenciosas, tomando extrañas formas. Y tras ellas fueron, amontonándose en desordenada carrera, sin saber adónde los llevaría ese rumbo sur que señalaban.
Hubo quienes siguieron a la palabra “mar”, maravillados por esas tres letras verdes ondulando en la tarde…
Otros prefirieron marchar tras la palabra “sol”, partida en gajo de una enorme naranja…
Algunos se decidieron por la palabra “caracol”… o “viento”… o “telar”… o “mariposa”… o “cebolla”… o “vino”…o…
Pero la que congregó la mayor cantidad de caminantes fue la palabra “PAZ”. Ésa sí que deslumbraba, con una amplia zeta abierta como la cola de un pavo real…
No les fue posible seguir cada una en especial. Las palabras eran tantas, tantas, que muchísimas debieron volar en soledad, chocando entre sí en su afán de llegar primero a… ¿adónde?
Pronto lo supieron. La gente detuvo sus pasos ante una casa grande, mirando con sorpresa cómo por la chimenea, por las ventanas, por puertas y cerraduras, todas las palabras se precipitaban convertidas en una fantástica lluvia de letras.
Llovió durante un largo rato.
Entonces entendieron lo que había sucedido y un temblor los unió. Ésa era la casa de Pablo, el poeta, el hermano del amor y la madera, amigo de paraguas y copihues, caminador de muelles y de inviernos, timonel del velero de los pobres, voz de los tristes, de piedras y olvidados…
Ésa era la casa de Pablo, que acababa de morir…
Las palabras habían perdido su ángel guardián, su domador, su padre, su sembrador…
Ellas lo sabían… Por eso habían sentido su adiós antes que nadie y habían disparado en cortejo, para besar esa boca que ya no volvería a cantarlas…
La noche no se animaba aún a desarrollarse cuando dejó de llover. En ese instante, una niña desconocida salió de la casa de Pablo.
Su vestido blanco fue un punto de azúcar luminoso en la oscuridad. Su pelo en llamas se abrió en antorchas alrededor de su cabeza.
Entonces gritó “¡vida!” y la gente de aquel pueblo que se llamaba… atajó la palabra en movimiento y gritó “¡vida!”.
Entonces gritó “¡Tierra!” y un aullido coreado por todos rajó la noche: “¡Tierra!” Y gritó “¡aire!”… y “¡agua!”… y “¡fuego!”… a la par que de sus manos salían todas las palabras de Pablo, mágicas uvas que repartió entre los que estaban agazapados en torno a ella.
Y esas uvas se unieron nuevamente en ramos verdes…
Y los versos de Pablo se repitieron una y otra vez…
Y se siguieron cantando una y otra vez…
Y retumbaron como tambores en escuelas y carpinterías, en bosques y mediodías, en trenes y bocacalles, en ruinas y naufragios, en eclipses y sueños, en alegrías y cenizas, en olas y guitarras, en ahoras y mañanas… una y otra vez… una y otra vez… una y otra vez… una y otra vez…

Elsa Bornemann




Mientras amanece

Los ronroneos de los gatos
la lluvia que cae del cielo
el pan del amanecer
y las alas del picaflor
que no se ven

Delfina Goldaracena


domingo, 17 de junio de 2018



LA LUZ INFINITA

¡Mirá Elda! exclamó mi padre abriendo
el hueco de sus manos donde yacía
un milagro de plumas verdiazules
quieto y reverberando bajo el sol
del verano, mi madre lo tomó
como a un pequeño hijo delicado
y mojando sus dedos dejó caer
unas gomitas de agua sobre el pico
mientras le acariciaba dulcemente
la cabeza y le decía despertate
al colibrí parado ahí en sus dos
patas alzando el vuelo ante los ojos
de María y José, que iluminados,
no pensaron en la resurrección
y me contaron una y otra vez
que el agua lo salvó de su desmayo

Diana Bellessi



Todo se está tensando sobre su eje,
el denso mundo tira en direcciones imprevistas.
Los retoños de los árboles se cimbran con el viento,
sacuden las raíces,
y luego vuelven a agacharse.
Los racimos de bayas y los limones cuelgan
firmes y jóvenes, y aprenden 
a convertirse en una carga, manchados por el agua
que hace que también
aprendan a cargar
la extrañeza de hallarse suspendidos,
de llevar algo más que sus pequeños cuerpos 
en el aire.
Todo se extiende, todo
soporta un peso. Los tallos de los tomates
sucumben ante el aspersor,
derribados por lo que los mantiene vivos.
Tu propia espalda, que no podés ver,
como el árbol no ve sus propias raíces,
se cansa de la gravedad,
la misma que tolera los tendones
y deja que se asienten en la silla,
la segunda columna vertebral que le enseña sus fines.
Todo desea, todo se coloca 
en posición de recibir.
En el jardín, se forman las hormigas
en el borde de un plato hondo, para beber
son bien visibles, pero tan pequeñas que nunca nos ponemos 
a buscarlas, y menos imaginar que puedan tener sed;
y todavía menos que puedan saciarse.
Nada se sacia. Todo espera,
algunas cosas más pacientemente 
que otras. En la calle, por ejemplo,
en el puesto de frutas que está abierto hasta tarde
los melones están llenos como lunas,
las uvas resplandecen, las naranjas
como si las hubieran detenido en su órbita,
siguen muy vivas, con los foquitos 
que las alumbran desde atrás,
mientras la oscuridad se cierne afuera.
Ellas tienen sus hábitos.
No son como las flores, que se cierran con el sol;
se aferran cada una a su color como si contuvieran el aliento.
Todas las cosas temen. Todo elige
guarda, excluye, se aleja 
del centro derretido.

Robin Myers


Misión

Hay sedimentos de sequía
en el fondo del cauce.

En el pasto su propio secar
y brotar. Reposo,
novilunio.

Me llego hasta las ramas abiertas
porque tiemblo y vacilo.
Las ramas tienen su actitud cada una.

Los álamos obstinan
la misión de lo magro.

Goza en los trigos
el barbecho
su maternidad sombría.

Sube y me reconforta
–proyección de la savia–
algo que viene de antes de la tierra

y vuelvo de los campos
tenso
de gestaciones.

Reverdezco así tras de la entrega,
de la higuera repito el milagro
y, diciendo,
me cumplo.

Hugo Padeletti

Un pájaro se puede detener
en la punta de un árbol y abarcar
la inmensidad del cielo. Yo también,
sentado frente al muro,

me detengo en la punta
del álamo y contemplo
la inmensidad. La surcan pensamientos

involuntarios. ¡Cuántas nubes
fugaces, cuántas aves,
sucesivas!

Y las dejo pasar... y son tragadas
por este espacio inmenso
que soy yo:

sereno, transparente, luminoso
¿quién soy
Yo?

Hugo Padeletti


miércoles, 13 de junio de 2018


VIEJOS NIÑOS MAESTROS

A las dos de la mañana baja la marea
y salgo a despejar el barro del camino a casa
con la pequeña escoba gastada bajo nubes
espesas y hay ese silencio que sobreviene
siempre después de la amenaza de un día inquieto
por el sudeste y las aguas que hacen agachar
la cabeza y más tarde el alivio alegre a la luz
del otro día en la conversa parca de vecinos
que dice mire qué alta ha sido ésta y cuanto barro
nos ha dejado y muy contentos con el peligro ido
ya protestamos así escoba y pala al hombro
pero la sonrisa amplia
del que respira tranquilo como yo a las dos
de la mañana hablando con las plantas desmayadas
dulcemente ya pasó les digo acomodándolas
y madre al fin prometo lavarlas para que el sol
no las hiera siendo así por un momento
niña y vieja igualita a estos dos que me acompañan
en la senda de las islas ni que fueran China
misma revelada los maestros Chuang y Lao
embarrándose las patas mientras juegan meta
risa salpicados por el agua de un color
café dorado cuando las nubes se apartan
y un rayo de luna ilumina todo haciendo
que ladre como un perro

Diana Bellessi

Buscamos 
cada noche
con esfuerzo
entre tierras pesadas y asfixiantes
ese liviano pájaro de luz
que arde y se nos escapa
en un gemido.

Idea Vilariño

domingo, 10 de junio de 2018


Con una flor, con una
manzana solariega,
con un cogollo y una
granada de rocío, 
puedo cortar de cuajo
la oscuridad del lobo
y el odio y la amarilla
vejez de los colmillos.

Esta es la lucha, es esta
la suerte de los siglos:
de un lado el jardinero,
del otro el asesino.

El hierro será el hierro.

Pero el lirio es el lirio.

Armando Tejada Gómez